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viernes, 12 de noviembre de 2010

RARO ÓSCULO DE AMOR

De la maternidad de una niña rumana de 10 años a la visita del Papa y sus riñas a la ciudadanía de un Estado aconfesional

CARMEN GÓMEZ OJEA,Viernes 12 de Noviembre del 2010.LA NUEVA ESPAÑA

Hace unos días, una niña de diez años fue madre, una noticia causante de asombro y comentarios de todo cariz. En realidad, el hecho sí resultaría un bombazo si fuese hija de la burguesía media-alta, de familia conocida en su ciudad, y sonaría como un bombardeo si su madre y su padre tuvieran, por sus gracias personales o profesiones, fama nacional; y en el caso de que se tratara de una emparentada directamente con el rey, se produciría una explosión nuclear, porque en esos supuestos jamás el embarazo prosperaría y seguiría adelante. Ahora, la maternidad de esa niña rumana inmigrante da mucho de sí para hablar y decir, pero lo que se suelta por la boca y se escribe en los papeles es una mentira, porque no es una niña, sino una criatura de poca edad, a quien, por uso y costumbre de su clan o grupo al que pertenece, la niñez se le acaba con la menarquia, la infancia termina para ellas con la primera sangre menstrual y para ellos cuando son capaces de fecundar. Pero hay millones de niñas y niños en el mundo a los que, no por tradición ancestral, sino por la pobreza extrema y miseria en que viven, también se les roba ese tiempo en que tenemos derecho a construir nuestra casa secreta, nuestra isla de nunca jamás, nuestro jardín oculto, nuestro bosque encantado, nuestra patria escondida, para refugiarnos, al crecer y convertirnos en personas mayores, de los temporales, de los vientos adversos que tratan de llevarnos al este cuando deseamos viajar a occidente o al revés, del dolor y de las desilusiones que ineluctablemente vendrán.

Tener un hijo cuando se debería estar jugando no es algo horrible, sino otro horror más que no sienten como tal, sino igual que algo tan cotidiano y vulgar que ocurre como la noche y el día y la época de las lluvias que se lo llevan todo o de la sequía que trae más sed y más hambre, cuantos nacen sin derechos y abrumados por los más espantosos deberes, como las que, antes de la primera menstruación, son esclavas sexuales de pederastas y viven cautivas en burdeles o trabajan como niñeras de una patulea de hermanas y hermanos menores que lloran sin parar enfurecidos y famélicos por el dolor de sus estómagos vacíos, cuyo llanto sólo pueden calmar dándoles a chupar un trapo mojado en agua azucarada o, los días de prosperidad, un potaje de tronchos de verdura y mondas de patata; como sufren y padecen, sin tener ya conciencia de ello, pues a su llegada a este mundo los hicieron cruzar brutalmente el umbral del dolor, los alcoholizados antes de que les broten los primeros pelillos de la barba para que, a base de ron y ginebra, no crezcan ni un centímetro más y puedan seguir hasta que revienten dando saltos mortales, saliendo como balas de un cañón, cabalgando en un toro, ganándose el aire que respiran haciendo de niños-espectáculo en circos y palenques. Y esto no es cosa del inmundo o submundo ni de otro planeta, sino de éste terrenal y también de esta tierra que acaba de pisar el que calza no la sandalia de San Pedro, sino zapatos rojos de trescientos euros por pie, muy baratos, eso es cierto, para un peregrino millonario que no ha llegado en burro como Cristo a Jerusalén, sino al modo de alguien cuyo reino sí es de este mundo. Sin duda, Benedicto XVI ama a los niños y al verlos siente ternura, les sonríe y acaricia sus cabezas. Pero eso también lo hacía Hitler con las alemanitas y alemanitos arios, mientras mandaba a convertirse en humo a gitanillos y judiuelos. El Papa de los católicos no envía a nadie a los campos de exterminio, sólo condena a que lleguen al mundo criaturas con sida por prohibir el uso del preservativo de enfermedades infectocontagiosas que pueden contraer al ser concebidas. El Papa de los católicos no vio a Dios en uno de esos campos de la muerte, porque acaso Jesucristo es invisible a sus ojos de católico. Pero allí, en Auschwitz, había gente que empezó a hacer cosas que nunca había hecho, como regalar un pedazo de su ración de pan a otro más desnutrido y hambriento o robarle al vecino de camastro sus calcetines para envolver sus pies llagados, o algo tan estrambótico para un ateo como rezar, que no es pedir ni dinero ni salud ni quejarse, sino necesitar hablar con alguien que no te tapa la boca y se pone a gritar; y también es blasfemar, como Job, que maldijo el día en que nació y deseó haber muerto en el vientre de su madre para no tener que soportar tales sufrimientos y tribulaciones, sin duda porque esas personas pensaban que aquel espanto era algo que ya había sucedido y volvería a pasar y no bastaría con decir «Nunca más», ya que antes de Auschwitz había habido otros Auschwitz y se repetirían hasta el fin de los tiempos, porque desde que un hombre había cometido el primer asesinato ya no habría vuelta atrás y se sucederían nuevos crímenes, y ellas también, en ocasiones, habían sido crueles, egoístas, injustas, malvadas y verdugos, y no eran buenas ni piadosas con los más débiles y enfermos para sobrevivir, aun a costa de convertirse en ladrones o asesinos.

El Santo Padre de los papistas llegó aquí con un raro ósculo de amor, no con el mencionado por el apóstol Santiago en su epístola universal, pues al punto se puso a reñir a la ciudadanía de este estado aconfesional por laica y anticlerical. Habría que argüirle que en este celtibérico solar hay cristianas y cristianos que saben guardarse de la palabrería de los falsos profetas, a los que Cristo no quiso tener el gusto ni de saludar, y que se comen muy ricamente con chorizo el viernes santo si les da la gana los panes de la proposición, sólo alimento santo de sacerdotes, como hicieron David y los suyos.

CARMEN GÓMEZ OJEA,Viernes 12 de Noviembre del 2010.LA NUEVA ESPAÑA

1 comentario:

cachos de vida dijo...

Hay noticias para reflexonar muy seriamente: visita del Papa, niña con diez año, madre..., y tantas otras que no deben de pasar desapercibidas. Vivimos tiempos extraños.
Feliz fin de semana.
Un beso.

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